La leyenda del Tour de Flandes en la Ciclo We Ride Flanders 2025

Hay eventos que se esperan con ilusión y se viven con intensidad. Pero pocos dejan una huella tan profunda como la ciclo We Ride Flanders. Ahora, con el dorsal ya guardado como reliquia, la medalla de Finisher de los casi 160 Km de Flandes y las piernas todavía recordando cada kilómetro, es momento de mirar atrás y revivir lo que fue una jornada inolvidable sobre el adoquín flamenco.

Una jornada marcada por la emoción y las buenas sensaciones

Desde el primer metro, algo se sentía distinto. No era solo el ambiente festivo, ni la belleza de los pueblos flamencos despertando con aroma a café y cadenas engrasadas. Era una sensación interior: las piernas respondían, el corazón latía al ritmo perfecto, y todo indicaba que sería un gran día. Las dudas de mi previa se disipaban a cada pedalada.

Fui con respeto, pero también con confianza. Y en cada tramo, en cada muro, confirmé que no solo estaba disfrutando, sino rindiendo. Nunca antes me había sentido tan bien en una prueba de esta dureza. El cuerpo acompañó, pero fue el alma la que empujó en los momentos más duros.

Una peregrinación ciclista con aroma a epopeya

La ciclo We Ride Flanders no es solo un evento: es una peregrinación. Cientos, miles de ciclistas de todo el mundo compartiendo la carretera como si fuera un templo. El respeto, la camaradería, el esfuerzo colectivo. Cada parada técnica, cada mirada cómplice en los muros, cada grito de ánimo en diferentes idiomas. Era un pelotón multicolor avanzando con fe hacia la gloria.

Muros que se quedarán grabados

  • El Muur van Geraardsbergen fue poesía adoquinada. Subir entre el murmullo reverente del público, con la silueta de la capilla coronando el horizonte, fue casi místico. Sentí que estaba escalando un lugar sagrado, y lo hice con fuerza y emoción contenida, pero nunca perdiendo la sonrisa.
  • El Koppenberg fue otro cantar. La pendiente brutal y la aglomeración de ciclistas obligaban a maniobrar con nervios de acero. Pero logré superarlo sin echar pie a tierra, esquivando con habilidad y empujando con rabia. Uno de los momentos más intensos del día.
  • Hotond, el último muro asfaltado largo antes del desenlace, sirvió de catarsis. El ritmo era fuerte, y el cuerpo, ya tocado, pedía tregua. Pero la cabeza tiró, sabiendo lo cerca que estaba el final. Un paso más hacia el éxtasis de la meta.
  • El Oude Kwaremont me atrapó. Largo, irregular, bello. El adoquín en su tramo final parecía querer retenerme, pero mis piernas seguían respondiendo. Fue allí donde confirmé que el día era especial.
  • El Paterberg, como cierre, fue un canto al sufrimiento glorioso. Las rampas eran crueles, pero el aliento del público te llevaba en volandas. Lo di todo, y coroné sabiendo que había cumplido. No con sufrimiento, sino con orgullo.

Adoquines con historia y carácter

  • Mariaborrestraat ofreció un test de resistencia constante. Sin el dramatismo de los muros, pero con esa vibración continua que te exige atención y piernas. Mantuve un ritmo fluido, buscando siempre la mejor línea.
  • Holleweg fue el más rudo. Adoquines desiguales, terreno quebrado. Aquí el cuerpo ya acusaba el desgaste, pero el foco estaba intacto. Fue una batalla de técnica y determinación.

Pasar por esos muros adoquinados no fue solo un desafío físico. Fue una conexión directa con la historia del ciclismo. En cada piedra del pavé, sentí la vibración de las ruedas que alguna vez fueron las de Boonen, Cancellara, Van der Poel. Miraba mis manos sobre el manillar, mi sombra proyectada en el suelo irregular, y me invadía una emoción difícil de contener: estaba pedaleando por donde lo han hecho los más grandes, siguiendo sus huellas invisibles con la humildad del aficionado y la pasión del creyente. En esos instantes, el dolor de piernas desaparecía, sustituido por la certeza de estar formando parte de algo más grande que uno mismo. Era el ciclismo en su forma más pura, más auténtica, más gloriosa.

El final: una mezcla de fatiga y plenitud

Crucé la línea de meta no con una explosión de euforia, sino con una paz interior difícil de explicar. Había sido un día perfecto. No solo por el rendimiento, sino por la conexión con el entorno, con la historia, con los miles de ciclistas que compartieron la jornada.

La ciclo We Ride Flanders 2025 fue más que una marcha: fue una confirmación de que el ciclismo, cuando se vive así, puede ser una forma de arte, de fe, de comunión colectiva. Una experiencia que ya forma parte de mi vida.

Y sí: volveré. Porque hay caminos que, una vez recorridos, reclaman ser vividos otra vez.

Por Juan Ramírez

Apasionado por el deporte. Busco mis límites con entrenamiento, nutrición y ejercicio responsable.

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